
Cuando se tiene algún primo que comparte gustos y aficiones, normalmente eso sirve para convivir, participar y degustar de una relación que, en algunos casos, es más intensa o duradera que la mantenida con los propios hermanos.
Tal vez por esa cercanía o porque había una diferencia de edad suficiente como para asumir el cuidado de algún hijo de sus tías, Enrique vino a convertirse en cómplice e inductor de la dedicación que siempre he confesado hacia el fútbol. El primer balón reglamentario al que le di una patada en el pasillo de casa, de un granate contundente, fue un regalo de Primera Comunión. Los primeros partidos de fútbol de barrio que contemplé con ojos sorprendidos y con indisimulada satisfacción, jugados sobre la tierra polvorienta y las líneas de cal capaces de provocar una revisión del concepto de recto o curvo y con el barro incrustado en las botas de los jugadores y también en los zapatos de correligionarios tan valientes como para poner el despertador a las seis de la mañana de un domingo, se convirtieron en excursiones y aventuras fuera del hogar familiar, en compañía de jóvenes que podían triplicarme la edad.
Quedan recuerdos y anécdotas que han ido adquiriendo importancia a medida que se han revelado en todo su contenido, difícil de analizar y comprender cuando se tienen ocho o nueve años, o que se han comparado con el presente para establecer las diferencias que, afortunadamente, suele ser positivas para favor del futbol más moderno. Aquella caseta aislada del resto del universo, de bloque sin encalar ni pintar, con una ducha/aseo tan oscura como descuidada, vestida con bombilla, mesa, silla y banco de rancia y carcomida madera, daba cobijo a los osados árbitros que en ningún caso iban acompañados y que difícilmente contaban con el resguardo de los despreocupados agentes de policía, en turno dominical y compartido con las celebraciones religiosas; esa caseta digo, fue testigo de la triquiñuela y el apaño, cuando al recibir las fichas de los jugadores puso al alcance de la vista, entre el número 7 y el 8, un modestito pero irresistible billete de cien pesetas. No es posible confirmar el buen fin del acuerdo, porque nos íbamos y solo la necesidad de retirar la documentación del partido ya jugado justificó nuestra involuntaria presencia y otorgó la condición de testigo a aquel impúber con buena memoria.
Aunque bien pensado, también Enrique era algo más que un portero frustrado por alguna lesión de rodilla no diagnosticada o que un novio perseguido por los que iban a ser cuñados que comprobaron, otro domingo de infame recuerdo, como la novia esperaba, plantada, infructuosamente y sin consuelo la llegada del prometido vestido con su traje gris marengo y su corbata blanca. Porque en las tarjetas de visita que encargó a alguna imprenta amiga, estaba escrito su nombre completo en letra redondilla y cursiva y, debajo, bien legible, para que no hubiera ninguna duda razonable, "Entrenador".
Las había repartido por los bares de barrios próximos para que supieran que estaba dispuesto a llevar a aquellos equipos que le otorgaran su confianza hasta el triunfo frente a los rivales de la calle de arriba y a promocionar al figura para que hiciera una prueba con cualquiera de los equipos de cierto poderío. A lo peor tampoco mi primo está en Google y se parece, con respeto, al señor Zeman.